EL PEOR TINTO ES MEJOR QUE MEJOR BLANCO
Por: Juanan Bilbao - Hace ya algún tiempo escribí en este mismo espacio, el decálogo de preceptos y mandamientos que los defensores del vino de Rioja habían impuesto al resto de mortales que les rodeaban para preservar el espíritu y sobre todo, la primacía del rioja sobre todas las cosas.
Uno de esos preceptos era
“ El peor vino tinto es mejor que el mejor vino blanco”.
Yo no puedo estar más en contra de esta barbaridad que sigue estando muy presente en la boca de muchos consumidores, de la insigne villa de Bilbao y alrededores (léase por alrededores, los límites que impone el mar Cantábrico por el norte y el río Ebro por el sur.
Hace ya muchos años que esta afirmación a dejado de tener sentido, si es que alguna vez lo tuvo.
Los vinos blancos eran malos en España porque no había nadie que pagase por ellos y claro esta, ningún empresario en su sano juicio utilizaría sus recursos, ya sean en materia prima como en transformación para realizar buenos blancos que luego nadie estaría dispuesto a pagar.
El blanco tradicional del Estado español durante muchas décadas ha sido, elaborado por cooperativas de La Mancha y otras zonas de España, de una forma absolutamente inapropiada, utilizando toda la uva que no se había podido utilizar previamente para hacer tintos,
Las fermentaciones se realizaban sin ningún control de temperatura y de oxidación, los aportes de sulfurosos para su conservación se aplicaban bajo el viejo grito de “mas vale que sobre…”, dando lugar a blancos ,que en la mayoría de los casos, nos producían grandes dolores de cabeza y de estomago.
La acidez propia del vino se perdía en busca de mayores graduaciones alcohólicas y de esta forma, poder vender el vino a un precio más alto…
Podía seguir enumerando practicas enológicas y vitícolas aberrantes pero no merece la pena.
El populacho bebía lo que los bodegueros le ofrecían y los bodegueros elaboran lo que el populacho estaba dispuesto a pagar. Les suena la frase “la pescadilla que se muerde la cola…”
Bueno, toda esta introducción sobre el vino blanco viene a ilustrar la última sentencia sobre el consumo de vino que he resuelto comunicar y que es la siguiente:
“ Cada vez me gustan más los vinos tintos que se parecen a un vino blanco y los vinos blancos que se parecen a un vino tinto”
Esta sentencia que en principio parece un trabalenguas y porque no decirlo una perfecta tontería, esconde un mensaje mucho más profundo y creo yo, mucho más sensato, de lo que parece.
Creo que hemos llegado en el mundo del vino a confundir calidad con potencia, elegancia con exuberancia, redondez con agresividad…
Estoy harto de probar vinos tintos en los que la potencia gustativa y olfativa es su único argumento y que gracias a ciertas calificaciones “cum laude” ,de cierto abogado de Boston (Massachussets), se han puesto de moda en un sector del consumo ,que solo sabe de criterios periodísticos, de criterios amparados en puntuaciones y de criterios extraídos de conversaciones entre ponentes que reproducen lo que oyen de una forma equivocada y parcial.
El mundo del vino se esta alejando del disfrute y del momento de consumo.
Cada vez es más difícil acabar una botella de vino tinto de esas de “alta expresión” en la mesa de un restaurante.
Cada vez se hace más difícil beber vino de trago largo, porque el vino que tenemos en nuestras copas, se hace una bola en nuestras bocas gracias a la potencia gustativa que tiene.
Cada vez se hacen más vinos para ser catados y menos vinos para ser bebido y eso es una pena….
Porque estimados lectores, el vino es un alimento ( por ahora y mientras el Ministerio de Sanidad no diga lo contrario) y como tal debe ser tratado. Un alimento que nos ayuda a digerir mejor las comidas y sobre todo, a enriquecerlas de una forma mayúscula.
En estos momentos si uno quiere ser “guay” y parecer que entiende de vino, debe hacer un ejercicio de catarsis gustativa y aceptar por excelsos ,sabores que recuerdan más a ciertas mermeladas, ciertos enjuagues bucales tipo Listerine y sobre todo, a ciertas sensaciones alcohólicas más cercanas a un destilado que a un vino tinto.
Me gustaría revindicar desde estas líneas el sentido lúdico del vino.
Este manjar esta hecho para que nos ayude a disfrutar del resto de las cosas que nos ofrece el ejercicio gastronómico.
Los manjares y alimentos junto al vino saben mejor y sobre todo, nos ayudan a tener conversaciones más animadas, más francas y más relajadas.
Y que me dicen de los blancos, los grandes olvidados del mundo vinícola, quizás porque el mismo abogado de Massachussets, no los puntúa de la misma manera desproporcionada que hace con los tintos.
Pues, mientras en los tintos se premia la explosión gustativa, en los blancos se busca la liviandad extrema. Cuanto más ligeros y más frescos mejor que mejor.
De la misma forma que exageramos las sensaciones sápidas de un vino tinto para que sea “bueno”, rebajamos los gustos y sabores de un vino blanco para que sea aceptable.
Por eso reivindico vinos blancos que se parezcan a los tintos en cierto grado de estructura y gusto.
Que nos llenen la boca y nos dejen jugar con los manjares que acompañan sin ser aplastados por los mismos.
Por eso revindico los tintos que se parecen a los blancos, porque quiero que sean ligeros y fáciles de beber, que sean elegantes y redondos.
Por eso reivindico a los blancos que se parecen a los tintos, porque para nada beber un blanco se parece a beber un vaso de agua y porque demandando calidad y criterio a un vino blanco, seguro que nos encontraremos con grandes sorpresas enológicas ( y si no, que se lo digan a los elaboradores y consumidores alemanes)
Por eso reivindico los tintos que se parecen a los blancos, porque quiero beber con pasión y con alegría y quiero que una botella de vino no sea suficiente para una mesa y que el propio vino nos pida sacar otra porque no hemos llegado ni siquiera a la mitad del menú , y ya nos la hemos “pimplado”
Hace tiempo un director comercial de una bodega me comentaba que nunca antes había habido tanta cultura de vino y como no, le contradecía diciendo que nunca antes habíamos estado peor.
Nunca antes habíamos consumido menos vino per capita, nunca antes se había consumido tantos destilados de alta graduación, nunca antes los jóvenes habían estado tan alejados del consumo del vino.
La cultura del vino depende en gran medida del consumo del propio vino y en una sociedad, donde se invierten los consumos a favor del sector cervecero y otros productos alcohólicos, decir que tenemos cultura del vino es decir una gran mentira.
En el mundo del vino como en otros mundos existe la cultura del corta y pega, leemos guías, leemos artículos de opinión y leemos a ciertos “gurus” que sacralizan y generan opinión.
Con todos estos “corta y pega” generamos nuestra propia teoría ,aderezada con las aportaciones de nuestro jefe “que sabe mucho de vino porque tiene una bodega muy grande en el garaje de sus adosado”.
Teoría aderezada también con las inspiraciones de los contertulios del bar y con las aportaciones del hostelero de turno, que en la mayoría de las ocasiones habla por no estar callado.
Todo un sector, toda una cultura, todo un placer, todo un gusto, simplificado a dos opiniones, dos puntuaciones y dos comentarios sacados de lugar, en el mejor de los casos.
Para finalizar solo espero que estas líneas hayan removido ciertas conciencias y sobre todo ciertos paladares y ciertos olfatos.
Espero que hagan reflexionar y lleven a construir al lector su propio criterio y su propia cultura del vino.
Criterio y cultura construidos desde la humildad, desde el contraste y prueba y sin duda alguna, desde el disfrute y deleite…
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